* Y la fiesta de Toros
Por ELVIA ANDRADE BARAJAS
-- Segunda y última parte --
AYUTLA, Jalisco, 26 de enero de 2020.-La casa de Doña Rita Ramos, de estilo jaliscience, olía a café con canela, tierra mojada y a amor. Tenía un hermoso huerto que daba árboles frutales de mango, aguacate, guamúchil, chachote y muchos plátanos, que formaban una “pared”, con la que durante muchos años la dividió de la de su vecino y del patio trasero, donde tenía la troje, el establo de las vacas y los caballos.
Nació el 6 de enero de 1901 y murió el 19 de marzo de 1988.
Era muy blanca, de ojos azules, facciones muy finas y cabellera rubia.
No decía groserías. Era muy católica, pero cuando se enojaba mucho, lo peor que decía era: ¡carbón! en lugar de cabrón.
En su casa había un pozo de agua, que sacaban con una cubeta amarrada de una soga y si gritaban hacia adentro, el eco respondía.
El agua que sacaban de ese pozo era limpia y cristalina, la utilizaba para todo: beber, cocinar y bañarse.
Para beber, la depositaban en una jarra de barro, que la mantenía fría y fresca como si fuera hielo.
El baño era una letrina, de madera.
En la cocina había un fogón de adobe, y en las cuatro paredes colgaban jarros de peltre y de barro de diferentes formas y color café, igual que las ollas, que con los años cambio por porcelana, pero sólo para las visitas.
Ella prefería las de barro.
Tenía varias cafeteras, una moderna para las visitas y otra de barro para la familia, pero todos le pedían café de la primera, porque tenía un sabor exquisito que resaltaba al endulzarlo con piloncillo y canela.
Ese olor impregnaba la casa y llegaba hasta la calle, invitando a entrar y pasar un tiempo muy agradable en compañía de Doña Rita y Don Pedro.
El piso era de adoquín rojo que contrastaba con el verde de las plantas del huerto.
El techo era de teja roja sostenidas por vigas, madera y adobe.
Antes de barrer, Doña Rita regaba agua en el piso y el olor a tierra mojada se impregnaba aún a lo lejos.
A un costado del huerto había una pileta con una tabla, que sus nietos, entre ellos la que escribe, utilizaban de trampolín.
Era la alberca perfecta.
El día se coronaba cuando contaba cuentos haciendo muñecas de trapo, cocinando dulce de Kuala o arreglando su Baúl de recuerdos repletos de fotos muy antiguas de su familia de Talpa y Ameca, Jalisco.
Por algunos años se separó de su amado Pedro, y aunque eran vacaciones y tenía visita, no dejaba de rezar el rosario de las 7 de la noche, para pedir el regreso de su esposo.
El pueblo sabía que a esa hora en casa de Doña Rita Ramos se rezaba por el amor, pero nunca faltaba a los novenarios de algún difunto o enfermo, mucho menos a los que hacían para que les fuera bien a los que se habían ido a Estados Unidos, Guadalajara o México.
Finalmente, después de cuatro años, Pedro Barajas regresó y Doña Rita no podía ver a una mujer embarazada sin marido, porque siempre pensaba y algunas veces decía que el padre de ese niño era su Pedro, a lo que él sólo respondía moviendo la cabeza a veces riendo y otras enojado.
La realidad era que él también la amaba y que los últimos años de su vida le fue leal y fiel.
Ya pasaban de los 50 ó 60 años, pero parecían unos tortolos.
Las oraciones y la fe de Rita Ramos hicieron el milagro.
En esa casa se respiraba amor, a café con canela y tierra mojada.
Cuando llegaban sus nietos de México, hijos de Leoncio y Estela, o los de Santa María California, de Celia Barajas y Joselito, Don Pedro se ponía el sombrero, tomaba su rifle y salía sin decir nada.
Al poco rato regresaba con dos o tres guilas que cazaba en el campo.
Doña Rita ya tenía lista el agua hirviendo para meterlas, desplumarlas, destazarlas y cocinarlas asadas o en salsa.
Eran pequeñas Águilas, pero sabían como a pollo.
Al otro día, como a las cinco de la mañana ya estaba ordeñando la vaca y los niños tenían que formarse con un vaso con azúcar y un chorrito de alcohol.
Ahí, en ese vaso, Don Pedro ordeñaba la leche de la vaca, que salía caliente, hacía mucha espuma y sabía como a esquimo de vainilla.
En Jalisco esa bebida se conoce como Pajarete, y se toma muy temprano para vitaminarse.
Lo cierto es que daba mucha energía y no se sentía el frío.
Pedro Barajas nació el 4 de abril de 1896, murió el 7 de diciembre de 1987.
Tras su muerte, Rita Ramos, que lo veía como el hombre más guapo del mundo y lo amaba como una heroína, ya no quiso comer.
Cayó en una gran depresión y tres meses después murió de tristeza.
La tía Oli y el pueblo lamentaron mucho la partida de la fiel, amorosa y fervorosa Rita Ramos.
Ella siempre vivió orgullosa de su nombre, porque decía que Rita era la Santa de lo Imposible.
En su habitación tenía cuadros de todos los Santos y el de Santa Rita tenía un lugar especial.
Sus restos reposan en el panteón Municipal de Ayutla, junto a su amado esposo, a sus hijas Consuelo, Estela y su yerno Leoncio Andrade.
Para Estela Barajas, Ayutla, su pueblo natal era el mejor lugar del mundo, incluso más que Las Vegas Nevada.
Decía que ahí encontraba la paz y la verdadera felicidad.
Le gustaban mucho las Fiestas de los Toros y las de San Miguel, Santo Patrono de Ayutla, Jalisco.
De las Fiestas de los Toros, le gustaba la alegría y camaradería que se respiraba en el pueblo a lo largo de las dos semanas que dura la festividad en enero de cada año, en la que hay competencias charras, mucha música, comida y baile.
Leoncio Andrade fue socio abanderado fundador de la Asociación de Charros de Ayutla Jalisco, por lo que a la fecha sus hijos y los del resto de los creadores de agrupación charra son los encargados de abrir las festividades, ofrecer comidas de honor al pueblo y colaborar con los gastos de las fiestas, que inician cuando los charros colocan a los asistentes un collar realizado con papel de colores y dulces de colación.
Estela decía que esos collares no se debían comer; debía guardarse siempre, con la fecha de la festividad, porque el que no lo tenía, era significado de que no había ido a la fiesta o que si lo había hecho, no había tenido el honor de ser recibida por los charros.
Estela, era muy querida por sus cuñadas, especialmente por la tía Oli y Valentina, así como por su suegra, Diomides Espinoza.
Ella tenía una casa muy grande, también de estilo jalisciense, pero no tenía árboles frutales.
Cuando se casó su hija Martina Andrade con Moisés Aguilar, un excelente hombre que nunca se le pasaba darle “el domingo” a los niños, iba mucho a su casa para a ayudarle a cocinar.
Desde temprano había muchas mujeres en la enorme cocina de esa casa.
Unas cocían el nixtamal, otras ponían los frijoles, otras asaban los jitomates y los chiles para la salsa, mientras los niños corrían y jugaban en su gran patio rodeado de equipales, sillas de montar, cuartas, sombreros de charro y herramientas para arar el campo.
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