I PARTE
Sin acompañamiento de adultos, jóvenes venezolanos atraviesan su país para llegar a Colombia, a través de las trochas, para exponerse a un futuro incierto.
Entre los pasillos del liceo, Dulce María se entera de que varias compañeras tienen un plan de irse a Colombia. Ella no pensaba seguirlas, pero un día, motivada también por su novio Jesús, empieza a considerar la idea de emigrar.
Ya Petare, el barrio más grande de Caracas, la capital venezolana, no tiene nada que ofrecerle, ni siquiera su mamá es un motivo para quedarse. Por eso piensa que se trata de una buena oportunidad para ayudar a la familia. Toma su maleta y se va. Solo tiene 15 años.
“Salí emocionada, ya no quería estar en Venezuela. dejé a mi mamá tranquila”, dice Dulce María.
Entonces ella parte sin el acompañamiento de sus padres, ni su abuela, ni un tío. Nadie. Solo marcha Jesús, que le dobla la edad. Llegan a La Parada, en Villa del Rosario, donde muchos niños, niñas y adolescentes, como Dulce, están solos, viajan solos, trabajan solos.
Según cifras de Migración Colombia más de 415 mil niños, niñas y adolescentes venezolanos residen en el país. Con ellos hay una alta incidencia de menores no acompañados que buscan a sus padres que ya emigraron previamente o los que pretenden un trabajo para poder enviar dinero a su familia.
Y justamente allí, en La Parada, el barrio limítrofe con Venezuela, en Villa del Rosario, muchos se quedan porque pueden trabajar prácticamente sin ser detectados.
“La dinámica de la economía en el sector se presta para que los jóvenes y pequeños puedan trabajar dedicándose a diferentes actividades como 'caleteros' (cargadores de maletas), ayudando a transportar cosas o mercancía de los viajeros por las trochas, también como recicladores. Otros lamentablemente caen en actividades delictivas trabajando para bandas organizadas que controlan la zona”, asegura Nidis Navarro, Comisaria de Familia en Villa del Rosario, oficina que ha manejado al menos 116 casos de migrantes no acompañados desde el año 2020.
Cuando Dulce María llegó, lo que vio no le gustó, pero ya no había vuelta atrás.
“Pensé que todo iba a ser más fácil. Acá nos iba a recibir una familia de mi novio pero se fueron y nunca nos atendieron”.
Por eso tuvo que trabajar de inmediato, para así poder alimentar a los cuatro familiares de Jesús que viajaron con él. “La mamá los abandonó, se fue y nunca regresó”. Dulce comenzó a reciclar. Jesús tuvo oportunidad de trabajar como trochero, ayudando a llevar mercancía, con eso no les iba tan mal, pudieron alquilar una pieza, un poco de ropa y pagar la comida. A las pocas semanas de su llegada Dulce quedó embarazada. Estaba a punto de cumplir los 16 años.
La noticia le alegró porque quería un niño propio, pero muy pronto se dio cuenta de que tener un bebé en esa circunstancia no es un juego. Además Jesús tuvo un accidente que lo dejó prácticamente incapacitado para trabajar. “Se fracturó la columna y ya no puede alzar peso, casi no puede caminar”, dijo Dulce.
Entonces ella sola ha tenido que salir adelante, trabajando en el reciclaje, buscando ayuda por aquí y por allá. “A veces Jesús me acompaña, pero no todo el tiempo puede. Tengo a cargo todo el gasto, pero lo hago por mi hijo, por ellos, ya por mi no porque ya no puedo estudiar ni nada de eso, tengo que trabajar”, cuenta Dulce resignada.
Lo que ha vivido en Colombia le hace pensar si vale la pena haber salido, pero asegura que “al menos acá hay comida, puedo darle un bocado a mis hijos”, en Venezuela eso se acabó”, expresa.
Por eso decidió salir, ya no podía comer. Ese fue el motivo para dejar su casa. No veía un futuro más allá de la crisis. “Tampoco podía seguir estudiando, tenía que trabajar para ayudar a mamá que sola no puede”, agrega. Esto fue un motivo suficiente para tomar la decisión y atreverse a viajar sola sin pensar demasiado en lo que hallaría al otro lado de la frontera, en los riesgos, en el peligro.
Invisibles
¿Por qué atreverse a huir solos? En mayo de 2021 el Centro de Derechos Humanos de la Universidad Católica Andrés Bello, en Venezuela, lanzó un informe llamado: 'Pequeños en movimiento' donde se analiza la situación de movilidad de niños, niñas y adolescentes venezolanos en Colombia. Explican que las motivaciones para trasladarse son distintas, pero con frecuencia lo hacen al no ver ninguna posibilidad de progresar y tener una vida mejor en medio del entorno en el que viven. “A veces salen con consentimiento y conocimiento de sus padres, quienes no pueden satisfacer sus necesidades y los animan a probar suerte por su cuenta, con o sin apoyo de familiares o amigos en los países de destino”, indica el informe.
La presencia de migrantes no acompañados (NNA) en el eje fronterizo es algo que se maneja, que es conocido, comprobado por investigaciones periodísticas e informes de organizaciones, pero que el Estado colombiano aún no ha sabido manejar del todo. De los 415 mil menores que proyecta Migración Colombia, unos 25 mil han ingresado a Colombia desde el año 2015 sin acompañamiento alguno. Todas estas son proyecciones ya que el viaje por las trochas o caminos ilegales, hace cuesta arriba que se lleve un conteo exacto de cuánta niñez venezolana no acompañada se encuentra en el país.
El Grupo Interagencial de Flujos Migrantes Mixtos (GIFFM), un conjunto de organizaciones que trabajan en torno a la atención humanitaria a venezolanos en Colombia, se ha acercado a una caracterización de NNA solos en Norte de Santander. El último informe entregado revela que tienen identificados 353 casos, de los cuales 227 son hombres y 127 mujeres. Son 306 en el rango de edades entre los 13 y 17 años. Del total, solo 135 han logrado el restablecimiento de sus derechos.
Según el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), hasta el 28 de junio, ingresaron 174 NNA migrantes a procesos administrativos de restablecimiento de derechos. Parece una cifra baja en comparación con los más de 350 casos registrados. La Opinión buscó la posición del ICBF, para conocer si se están cumpliendo los procesos o la ruta de atención pero hasta el cierre de esta edición no se obtuvo respuesta.
“No se están cumpliendo los protocolos”, señala Lizette Corredor, directora la Fundación de Mujeres Activas y Productivas para un Desarrollo Integral y Protección a la Familia (Fumupro), organización que cumple funciones en La Parada. Corredor afirma que no hay cupos en los hogares sustitutos y esto causa que muchos se queden por fuera.
Huirle al ICBF
Otra de las situaciones que tienen en contra las autoridades es que luchan ante el miedo que le tienen al ICBF, no les gusta su presencia, ya que eso significa que no podrían trabajar más. “Muchos huimos porque si nos llevan nos encierran y ya no podemos seguir haciendo plata, nos escondemos. Algunos se van a otros sitios para que no los vean”, dice Dulce María.
Con todo esto en contra es difícil que se establezca un control, pero hay algo que si se toma en cuenta es determinante: no hay una política de Estado clara. “Las instituciones oficiales a cargo de la protección de NNA, siguen enfrentando una tensión entre una respuesta basada en un enfoque tutelar y las expectativas de los NNA de realización de un proyecto personal que requiere priorizar el enfoque del interés superior del niño. En consecuencia, la respuesta institucional para atender a este sector de la población es limitada”, establece el estudio de la UCAB entre sus conclusiones.
Sin coherencia, sin conocerles, sin identificarles, sin saber por dónde andan y para qué vienen, es muy difícil que los menores que se encuentran solos en Colombia, estén protegidos. “Hasta que el Estado no se ponga de acuerdo, no permita que trabajemos organizaciones de la mano con ellos, hasta que realmente reconozcan el problema, no se podrá dar un mejor resguardo de estos niños que tanto lo necesitan”, puntualizó Corredor.
Mientras estas discusiones y análisis se plantean, mientras la crisis venezolana avanza y Colombia resiste como puede, Dulce María todos los días se levanta pensando cómo hacer para alimentar a sus hijos, sin pensar en ella misma, sin detenerse a soñar un poco como cualquier adolescente a su edad, creyendo que ya ella no tiene oportunidad en esta vida. “No tengo tiempo para eso, tengo que darle comida a mis hijos”, dice. Pero claro que le quedan años por delante, total, aunque se crea y luzca como una mujer mayor, sigue siendo una jovencita.
II PARTE
Aunque desconocen los peligros a los que se exponen, muchos niños y adolescentes venezolanos deciden arriesgarse a abandonar su país sin compañía de adultos.
En la vía son muchos los peligros que enfrentan los niños migrantes no acompañados. Se enfrentan al acecho de criminales, al reclutamiento y a cualquier cantidad de peligros.
Ángela y su penosa travesía hacia la frontera
Seis ollas repletas de sopa están puestas en el piso. Frente a ellas una gran fila de personas aguardan su porción. Dos señoras baten y baten el contenido del alimento. Lo sirven en las ollas, platos, potes, vasos y botellas de refresco cortadas por la mitad que lleva la gente. La señora Ana Teresa Castillo todas las semanas reparte sopas en su casa. Allí funciona Deredez, una organización que ayuda y brinda orientación y protección a migrantes venezolanos y retornados colombianos en La Parada, Villa del Rosario.
Ana Teresa, en medio de la repartición, hace una pausa y llama a una joven. Esta sale entre las personas que aguardan en la cola y entra a la casa. Se llama Ángela y tiene una olla mediana en sus manos. Entra con timidez, cuidando cada paso. El tapabocas oculta un poco la piel morena que muestra su juventud: tiene 17 años. Nació en Barlovento, estado Miranda, en la fabulosa costa venezolana, cerca de Caracas. Se sienta muy calmada y empieza a responder nuestras preguntas. Nadie la detuvo en su relato. Acto por acto fue contando su historia.
Motivada por unas amigas y su pareja, Ricardo, decidió salir de su pueblo. Allá logró sacar el bachillerato y empezó a estudiar turismo, pero la crisis económica no le dejó seguir. “Y bueno, tuve que resolver para poder ayudar a mi madre”, expresa Ángela.
La escasez de gasolina en Venezuela ha fomentado los viajes a pie desde cualquier ciudad hasta la frontera, situación que se agravó por los efectos de la CÓVID-19. De los cerca de 45 mil personas que viajaban hacia la frontera, al menos 748 eran niños, niñas y adolescentes según proyectan Acnur y Unicef.
Ángela marchaba con un grupo de unas 12 personas, solo cuatro eran mayores de edad. Iban comiendo pan, tomando agua que les regalaban. Pidieron dinero para reunir algo.
“Así fuimos de pueblo en pueblo. Dormimos en la calle, por allí protegidos debajo de algún techo”, dice.
Al llegar a La Fría, un pueblo cercano a San Cristóbal, estado Táchira, un grupo de motorizados paró y les ofreció un trato: “dijo que nos llevaba a algunas por 100 mil pesos”, cuenta Ángela. Entonces una de ellas contaba con esa cantidad pero debían retirarla en una casa de cambio en el lado colombiano. Pactaron con los hombres y se embarcaron. En el viaje se desviaron pero Ángela no se percató. Pasaron por la trocha sin problemas “porque el hombre dijo que conocía a todos allí y que trabaja haciendo viajes”.
Llegaron al pueblo de Maporal donde los hombres cambiaron los planes. “Nos llevaron a un sitio, una especie de galpón, nos tenían secuestradas allí”. Cuenta Ángela que muy cerca había una plaza y en la esquina un puesto de policía. “Nos escapamos dos, un momento que estuvimos solas, salimos corriendo hacia la policía, les contamos lo que pasaba pero no nos creyeron”. Los oficiales hicieron caso omiso a su denuncia. Uno de los hombres las ve hablando con los policías. Se las llevó, pero esta vez fueron separadas. Ángela estuvo en un cuarto donde la abusaron sexualmente. Pasada la noche, el hombre la llevó a Cúcuta, en La Parada. Allí la dejó. “Pedí ayuda a unos señores y me llevaron al hospital”. Luego se pudo reencontrar con su novio.
Ángela estaba embarazada cuando sucedió todo. La huella está allí, muy latente. ha recibido ayuda psicológica y por eso se atrevió a contar su historia “eso me ha dado valor para revelar lo que me pasó, ya puedo hablar de ellos sin quebrarme”, expresa.
Carne de cañón
La historia de Ángela refleja la vulnerabilidad, los peligros que enfrentan, especialmente las mujeres jóvenes y niñas que marchan solas en el eje fronterizo.
“El paso por rutas ilegales los expone a distintos tipos de riesgo. Situaciones de trata y tráfico durante el tránsito, violencia sexual y de género, explotación comercial y trabajo infantil en su llegada a centros urbanos, así como dificultades a madres adolescentes o en gestación frente al acceso a servicio de salud y necesidades básicas, así como el uso y utilización de niños y niñas a grupos armados, o bandas para el tráfico de estupefacientes o minería ilegal”, señala María Paula Martínez, directora ejecutiva de Save the Children Colombia, organización internacional que trabaja en defensa de la niñez.
Y todo esto ocurre en las sombras, aunque todos tienen conocimiento. Antes de la pandemia, José Luis Rodríguez vendía arepas en la noche. “No sabes la cantidad de cosas que he visto. Cuando cae la tarde, La Parada es otra”, dice. José Luis se refiere a que la vida nocturna cobra vida, las fechorías se realizan. “Hemos visto pasar grupos grandes de jóvenes que están siendo llevadas, engañadas muchas de ellas”, explica Rodríguez.
La trata de personas en el eje fronterizo es un negocio, como en todo el planeta, que brinda ganancias importantes a la delincuencia organizada.
Según el informe de Border Lab, laboratorio de innovación social que investigó a fondo cómo opera este delito en Norte de Santander y en la frontera, en los últimos dos años, la trata de personas ha aumentado de manera preocupante: entre 2019 y 2020, los casos aumentaron un 267%, al pasar de 3 a 11 víctimas explotadas, tanto de trata interna (4) como de trata externa (7).
Esta estadística ubica a Norte de Santander como el primer departamento de destino del país con mayor explotación de personas durante 2020, pues fue el que registró más casos, por encima de Bogotá, Antioquia, Valle del Cauca y Risaralda. Cúcuta por su parte, fue, en 2020, la primera ciudad del país donde se captó el mayor número de víctimas para la trata de personas interna, es decir, explotadas dentro de Colombia, según los datos registrados por el Grupo de Lucha contra la Trata de Personas del Ministerio del Interior en 2020 respecto a 2019.
Nidis Navarro, Comisaria de Familia de Villa del Rosario, explica que la explotación sexual con menores se les ha convertido en un dolor de cabeza. “Algo que está como en boom y para nadie es un secreto que es la explotación sexual a través de la webcam entonces esto ha sido para nosotros también un trabajo bien duro”, explica Navarro.
Las trochas son controladas por grupos armados como el Ejército de Liberación Nacional, disidencias de las Farc y El Tren de Aragua. Esto por supuesto vuelve un campo minado el paso por cualquier punto que no sea oficial.
“Una vez que ingresan a Colombia, están expuestos a situaciones de riesgo desde el momento de elegir la ruta para llegar a su destino final, debido a que carecen de información sobre el trayecto y sus peligros”, resalta el informe del Centro de Derechos Humanos de la UCAB “Pequeños en Movimiento”. El texto indica, que tal cual como le ocurrió a Ángela y sus amigas, los NNA venezolanos no acompañados son acechados en las carreteras, son presa fácil para el reclutamiento forzado para trabajar en campos de droga, transporte de mercancía, armas, explotación sexual entre otros. En el 2020, según el informe de Border Lab, el 63% de los casos de trata registrados fue de mujeres de nacionalidad venezolana.
“Los riesgos varían dependiendo de la edad y el sexo. El reclutamiento con fines de explotación sexual afecta más a las niñas, registrándose casos de embarazo precoz; por su parte, los varones son más explotados en actividades de transporte y manejo de armas, de químicos para procesar drogas y de sustancias ilícitas. El contrabando es una fuente importante de financiación de estos grupos, por lo que obligan a los niños a realizar esta actividad”, explica el informe Pequeños en movimiento.
¿Y cómo se defienden? Es una pregunta que parece no tener respuesta y el mismo estado no es capaz de explicarla. “Migración no tiene de pronto tal vez el talento humano necesario para controlar cada uno de estos puntos ilegales”, señala Navarro.
Hace falta más vigilancia, más orden, más control, pero mientras no exista la voluntad de acabar con la presencia de estos grupos, de reabrir los pasos legales y poner orden, jóvenes como Ángela seguirán siendo víctimas invisibles.
Hoy Ángela tiene seis meses de embarazo. Luego de vender dulces en la calle y reciclar, está protegida en un albergue para adolescentes donde podrá tener a su niño, muy lejos del peligro. Pero no todas tienen esa oportunidad.
III PARTE
En Villa del Rosario hay un albergue especial para niñez no acompañada, pero solo puede alojar 12 jóvenes ¿y el resto qué? ¿Cómo responde el Estado en el proceso de protección?
La ruta de atención a niños migrantes, a medias
Sentados, apartados por el distanciamiento social, un grupo de niños miran atentamente a su profesor, quien sostiene una pizarra pequeña. Cada joven tiene en su puesto un dibujo que han ido construyendo durante la clase. Se trata de 10 niños, niñas y adolescentes, en su mayoría migrantes venezolanos que se encuentran solos, sin sus padres.
En Villa del Rosario funciona un hogar de paso donde cuidan de ellos, al menos por un tiempo. “Todos hemos trabajado muy juiciosamente con cooperación internacional. Los niños que están solos sin acompañantes, después que se ubican ahí se les comienza el proceso de restablecimiento de sus derechos y la búsqueda de sus familias con el fin de retornarlos, reintegrarlos, o concederles para que ellos estén nuevamente con su núcleo familiar”, expresó Nidis Navarro. Comisaria de Familia de Villa del Rosario.
El hogar es manejado por la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) y World Vision. Para este reportaje pudimos visitar sus instalaciones pero por motivos de resguardo de los menores, no pudimos conversar con ellos, ni tomarles fotos, ni tener algún contacto visual ni siquiera, pero logramos ver que los jóvenes estaban en buenas condiciones y observaban muy atentamente a su instructor.
Como parte de los planes que maneja el gobierno, al menos en el rango municipal, este albergue trabaja articulado con estas dos organizaciones y así poder atender a esta población vulnerable. Allí, los menores pueden permanecer 16 días, todo esto mientras buscan algún contacto de familiares dentro o fuera de Colombia. También tratan de ubicar hogares de reemplazo.
“Ahorita, por la emergencia, prorrogamos los días más porque es muy poquito el tiempo para poder ubicar familia y si es el caso después de ahí nosotros buscamos, articulamos con el ICBF. Si no se logra establecer familia nosotros solicitamos a la oficina regional, que nos conceda un cupo, ya sea para centro de emergencia, para un hogar sustituto u otra”, señala Nidis Navarro.
Así es el protocolo a seguir, pero lamentablemente no se cumple en todos los casos. Como reseñamos en la primera entrega de este reportaje, nos comunicamos con el Instituto de Bienestar Familiar para conocer su visión al respecto, pero no obtuvimos respuesta, al menos hasta el cierre de estas líneas.
Pero, independientemente de todos los esfuerzos, solo una parte del problema está siendo atendido. El hecho de tener cifras inexactas o proyecciones sobre la cantidad de niños migrantes no acompañados (NNA) bajo esta situación es una muestra de ello.
Conversamos con Ezequiel Acuña, Secretario de Gobierno de la Alcaldía de Villa del Rosario. Para él, uno de los principales problemas que se presentan a la hora de detectar e identificar estos casos es que no se realiza la delación que corresponde. “Este tipo de situaciones se da precisamente porque no hay denuncias, nosotros operamos cada vez que se nos hace una denuncia, bien sea por un ciudadano o alguna organización”, indica Acuña.
El funcionario habló sobre operativos que realizan constantemente, sin embargo es muy difícil para ellos poder ubicarles, ya que salen corriendo, así como contó en Dulce María en la primera entrega de este trabajo. “Hay niños que están solos, siguen solos, y viajan solos prácticamente, sin embargo nosotros como autoridades estamos pendientes para que esto no ocurra una vez detectamos”, añade.
Uno de esos niños que está completamente solo, sin ni siquiera un amigo y mucho menos un familiar es Jair. Y claro, él no está en la casa hogar de Villa del Rosario, simplemente anda por ahí trabajando. Su mamá salió hace dos años de Valencia, estado Carabobo con su esposo, dejando a sus cuatro hijos solos en casa. Jair es el mayor, pero solo tenía 14 años cuando tuvo que encargarse de ellos, mientras su mamá enviaba dinero desde Bogotá. Jair estaba estudiando, llegó hasta el cuarto año y practicaba fútbol, soñando con jugar profesional, pero la situación le obligó a abandonar.
Entonces un día salió de su casa, rumbo a Colombia, detrás de su mamá. Así de esta forma, buscando otros familiares, muchos jovencitos, se lanzan a caminar buscando la reunión. Save The Children asegura que se trata del 70 por ciento de los casos que ellos manejan.
“Se han identificado casos en los que el motivo del tránsito se da para buscar mejores condiciones económicas, apoyar el sostenimiento de la familia que queda en Venezuela, en otros casos se suma el interés de huir de familias maltratadoras o niño/as que han sido abandonados desde muy pequeño/as por sus padres/madres, búsqueda de la satisfacción de necesidades básicas”, analiza María Paula Martínez, directora ejecutiva de Save the Children en Colombia.
Cuando Jair llegó a Colombia no era lo que esperaba y se dio cuenta de que alcanzar a su mamá era bastante complicado, por lo que decidió quedarse en La Parada. “Viajar más lejos, arriba es demasiado difícil y mucho riesgo para mi. Entonces, con unos amigos que hice en el camino, me quedé y pagamos una pieza”, comenta. Allí comenzó a trabajar como la gran mayoría: de trochero y reciclando.
Como hay días para reciclar, cuando no le toca, se va a las trochas. “Allí me gano unos 20 ó 30 mil pesos, depende de los viajes que haga”, dice. Con eso le es suficiente para pagar su pieza, que ya arrienda él solo, además para comprar comida.
“Total estoy solo, no tengo que mantener a nadie, guardo un poco para pasarle a mi mamá que se regresó a Venezuela”, agrega.
Jair está tranquilo, confiado. Cree que muy pronto se le puede dar la oportunidad para seguir estudiando y tal vez retomar el fútbol, que es su gran pasatiempo. Esa tranquilidad se refleja en su serenidad al responder. El hecho de que tiene trabajo y un techo que él mismo paga, lo satisface, le ayuda a enfrentar el riesgo que corre al ser un menor en una zona de alta peligrosidad para cualquier ser humano.
“No tengo miedo, ya uno aprende a vivir alerta y a enfrentar todo lo que pueda pasar aquí. Eso me ha ayudado a madurar y no extrañar la familia”, puntualiza.
Aunque no lo demuestre, Jair es vulnerable, y así no quiera irse a una casa hogar y crea que no le hace falta, necesita del apoyo de su familia, del Estado, de organizaciones que lo protejan y que le garanticen la posibilidad de estudiar y realizar lo que desea, “eso quiero, trabajar bien, estudiar algo que sea cómodo y poder comprarme una casa aquí, ojalá no la tenga tan difícil de lograr”, remata Jair.
Investigación: Rafael Sulbarán
Multimedia: Karina Judex
Fotografía y video: Marina Ramírez
Septiembre, 2021