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La sombra de la fiebre hemorrágica boliviana en Cochabamba En los primeros meses de 1971, un grupo de médicos y enfermeras del hospital Seton de Cochabamba enfrentó un brote intrahospitalario de esta enfermedad causada por el virus Machupo que es transmitido por un roedor.

Cuando comienza a relatar uno de los episodios más trágicos de la medicina en Cochabamba –que pocos conocen, pero que marcó la vida de varias personas- el tono de su voz cambia y las palabras salen más fluidamente, con una precisión en nombres y fechas que no deja de llamar la atención; ya que sucedió hace 45 años, en 1971.

¡Pero cómo olvidarlo!, si él es uno de los protagonistas y sobrevivientes del único brote intrahospitalario de la mortal fiebre hemorrágica que ocurrió en Cochabamba.

Sí, Orlando Canedo Saavedra junto a otros médicos y enfermeras del hospital Elizabeth Seton, vivió los peores tres meses de su vida, tiempo en el que presenció el fallecimiento de una paciente y dos compañeros de trabajo, y contó los días esperando su propia muerte.

Todo fue tan intenso y traumático que varios años después decidió plasmar su vivencia en un libro: La historia de la fiebre hemorrágica en Bolivia, donde cuenta detalladamente lo que ocurrió durante el periodo de cuarentena del hospital y, además, relata los pormenores de la epidemia que sufrió la localidad de San Joaquín en el Beni desde 1958, gracias a los apuntes del doctor Carlos Rioja, “Calucha”, quien vio el rostro de la muerte en sus brazos.

La primera cruz

Corría el mes de enero de 1971. A las seis de la tarde del día 19, un hombre -que había llegado del Beni- entró al hospital Seton cargando en sus brazos a su hija Carmen Montejo Cholima, una exalumna de la escuela de Enfermería de ese centro hospitalario, procedente de San Joaquín.

La joven de 20 años tenía fiebre, dolor de cabeza, náuseas, diarrea y vómitos. Sus síntomas habían comenzado 12 días antes y como estaba empeorando, su padre decidió traerla a Cochabamba para su atención médica.

Los médicos y las enfermeras del hospital Seton no tenían idea de lo que se venía después de la muerte de Carmen Montejo; quizá así fue mejor, la suerte ya estaba echada.

Carmen fue reconocida por sus excompañeras y por su instructora, Mirna Salinas Sempértegui, quien decidió cuidarla personalmente. El doctor Ariel Quezada, miembro el staff de Medicina Interna del hospital Seton, se hizo cargo del caso.

Se sometió a la paciente a varios tratamientos, recomendados por la junta médica; pero, la salud de Carmen no mejoró.

Comenzó a sufrir sangrados gingivales (encías), congestión en la conjuntiva y bronconeumonía; finalmente, una insuficiencia cardíaca terminó con su vida. Su padre se llevó el cuerpo a San Joaquín.

Foto: Sector del hospital donde los enfermos estaban en cuarentena. Archivo

La segunda cruz

A la semana de la muerte de la paciente beniana, la enfermera que había cuidado de ella, Mirna Salinas, comenzó con los primeros síntomas de la desconocida fiebre hemorrágica. Se internó el 12 de febrero de 1971 con un cuadro febril, una infección urinaria y salmonelosis.

El médico internista Aldo Paz Guevara atendió el caso con el apoyo sus colegas Julio Rodríguez, Ariel Quezada, Bob Le Bow, Jorge Torrico, Rubén Ángulo y Orlando Canedo; un equipo profesional destacado por su conocimiento y vocación.

Con dos muertes tan cercanas, el panorama cambió y una duda comenzó a circular entre los pasillos del hospital...una sospecha que todos hubieran preferido evitar: ¿los decesos de Carmen y Mirna estaban relacionados por una misma enfermedad?

A pesar de los tratamientos, los síntomas no remitieron y comenzaron las hemorragias gingivales. Tenía dificultad para deglutir, incluso, las enfermeras le tuvieron que dar jaleas con anestesia para que pueda tragar los alimentos.

Mirna no pudo salvarse de su fatal destino y murió siete días después, cuando tenía 29 años. Su deceso fue un duro golpe para la Facultad de Enfermería, ella había sido considerada una de las mejores instructoras de su tiempo.

Solo una autopsia podría ser el camino hacia la certeza; un procedimiento que también se convertiría -en este caso- en la espada de Damocles para los médicos que se expondrían al mal desconocido.

Fotomicrografía electrónica del virus Machupo.

Descubrimiento del virus

El patólogo del hospital, Donato Aguilar Chinchilla, de 32 años, realizó la autopsia del cuerpo de Mirna Salinas, con el apoyo del urólogo Orlando Canedo y el residente José Pérez, quien entró como segundo ayudante.

Para evitar una posible contaminación, los tres médicos utilizaron un doble par de guantes quirúrgicos.

Durante la autopsia, Aguilar tomaba muestras de distintos órganos para su respectivo estudio. Al ingresar a la cavidad torácica, se produjo el primer incidente: mientras agarraba uno de los pulmones, este rebasó entre sus dedos y el doctor Canedo, quien debía realizar el procedimiento, le hizo un corte de medio centímetro en su dedo meñique con el bisturí.

Aguilar dejó inmediatamente la autopsia, se sacó los guantes y colocó su dedo en formol, para luego continuar con el trabajo. Cuando ingresó a la cavidad abdominal, ocurrió el segundo percance: al desprender el intestino grueso, el patólogo hizo un movimiento brusco, lo que provocó que le salpicara materia fecal a su rostro recién afeitado.

Este grave accidente ocasionó que dejará la autopsia, que estaba prácticamente concluida. Canedo y Pérez suturaron al cadáver, procedimiento en el que ambos se pincharon -sin darse cuenta- con la punta de la aguja.

Las muestras retiradas en la autopsia de Mirna Salinas fueron enviadas a un laboratorio especializado en Panamá.

Foto: Donato Aguilar. Archivo.

Una vez confirmada la enfermedad, la Organización Mundial de la Salud dispuso que se habilitará una oficina en el auditorio del hospital para coordinar las acciones en mejor forma. Se instaló una radio para mejorar y facilitar las comunicaciones.

También se realizaban exámenes de laboratorio cada día a los tres médicos que estuvieron en la autopsia y a todo el personal que había estado en contacto con las pacientes, para controlar el comportamiento de los glóbulos blancos y la aparición de sangre en la orina.

Y la certeza llegó con la peor noticia, la confirmación de que se trataba de la fiebre hemorrágica boliviana y que Carmen Montejo la había contraído en el Beni. Para quienes estuvieron cerca de las dos víctimas, la cuenta regresiva había comenzado.

En este contexto, el doctor Orlando Canedo vivió un episodio angustiante. Su segundo examen de sangre mostraba un descenso leve de los glóbulos blancos y la presencia de glóbulos rojos en la prueba de orina.

Nadie más que él puede entender el pánico que sintió ese momento. Inmediatamente acudió donde el virólogo norteamericano C. Peters, que había llegado de Panamá para investigar el brote y se encontraba en el hospital, para consultar su caso.

El virólogo descartó la fiebre y le dijo que para él tenía una prostatitis; sin saber que Canedo era urólogo y que según él, ese diagnóstico no tenía mucho asidero.

A veces, el cumplimiento del deber trae consigo consecuencias inesperadas, y así fue para uno de los médicos que estaba en observación: ahora debía luchar por su vida.

Para olvidarse un poco del asunto, Canedo y el hermano de Ariel Quezada decidieron irse de paseo por Arani. Al retornar, el vehículo “una peta” se enfangó y ambos tuvieron que hacer esfuerzo para sacar el vehículo del barro.

Al día siguiente, Canedo sintió un fuerte dolor de espalda; los médicos decidieron internarlo para tratarlo, pero nada tenía que ver con la fiebre.

La tercera cruz

La tercera es la vencida, el pánico se apoderó del hospital y las autoridades lo declararon en cuarentena. Los que se quedaron vivieron los días más duros de sus vidas.

El 2 de marzo de 1971, Donato Aguilar Chinchilla, el patólogo que realizó la autopsia a la enfermera, también fue ingresado en el hospital Seton con cefalea y fiebre. Paulatinamente, su estado de salud se fue complicando.

Un equipo médico a la cabeza del doctor Aldo Paz hizo todo lo posible por salvarle la vida.

Pero, el mortal virus de la fiebre hemorrágica fue implacable y doblegó la fortaleza de Aguilar, quien murió a los pocos días. Según los expertos, el segundo accidente durante la autopsia marcó el destino de Donato.

Foto: El vector del virus, Calomys Callosus. Archivo.

La cuarta cruz

Ante el inminente brote intrahospitalario, las autoridades departamentales declararon en cuarentena al hospital Seton. Para los que estaban fuera era una garantía, para los de adentro era como dormir con el enemigo. Lo único que quedaba era esperar que los días pasaran lo más rápido posible.

Los que tenían más posibilidades de estar contagiados hicieron su cuadro de probabilidades de vida, con posibles fechas de muerte, dependiendo de la fuente del contagio. Para todos, amanecer vivos los primeros días de mayo, significaría nacer de nuevo.

Durante la cuarentena, en el hospital Viedma ingresó una señora con síntomas de la fiebre, era tía de la primera joven que murió en el hospital Seton, aquella que había traído en su cuerpo el virus a Cochabamba. La paciente murió y no hubo nuevos contagios.

A punto de concluir la cuarentena, un posible nuevo caso remeció a todos. Saúl Villarroel A., un médico que había trabajado en el Beni, tenía síntomas que él aseguraba eran de la fiebre. Canedo lo cuidó y gracias a Dios fue un falso positivo.

Cuando llegó mayo, se levantó la cuarentena. Al hospital le costó mucho recuperar la confianza de la población, pero con el tiempo, la fiebre pasó a ser un recuerdo amargo.

"Después de superar la cuarentena todos sabíamos que habíamos sobrevivido a uno de los brotes más mortales de esta enfermedad. Habíamos nacido de vuelta". sostiene Orlando Canedo.

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