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Como salvar tu alma y no morir en el intento. Jordi Rocandio Clua

Era un triste y gris martes 13 de un mes cualquiera. Iván se levantó de la cama apoyando el pie izquierdo y pisó una figurita de plástico que le hizo gritar y llorar desconsoladamente. Después de recuperarse y, cojeando con ganas, se dirigió al cuarto de baño con la intención de asearse. Al entrar, resbaló en el charco de agua que su hermana pequeña había provocado al dejarse el grifo abierto, con tan mala suerte que se estampó contra el espejo y lo rompió con la frente. Maldijo su mala suerte, siete largos años de penalidades le esperaban.

Se desinfectó la brecha de la frente con alcohol. Casi se desmaya al hacerlo, del Betadine ni rastro. Se puso una tirita y sonrió a las nueve o diez caras deformadas de Iván que el espejo roto le devolvía.

Pero no le importó todo lo que en esos cinco minutos le había pasado. No iba a dejar que meras supersticiones le arruinaran los planes que tenía en mente para ese día.

Durante el desayuno tiró la leche dos veces y las tostadas con mermelada acabaron boca abajo en el suelo. Las recogió con resignación y siguió desayunando, quitándose varias pelusas de la boca.

Salió por la puerta, no sin antes tropezar con su perrita que estaba en medio del pasillo. A causa de eso se torció un tobillo y a punto estuvo de sufrir un buen esguince.

Una vez en el rellano picó al ascensor. No iba, así que bajó andando. Lo hizo más despacio de lo normal, con cuidado de no salir volando escaleras abajo. Llegó sano y salvo a la planta baja y salió del portal. Una pierna se deslizó hacia delante adoptando la postura del espagat. La entrepierna golpeó contra el suelo produciéndole un dolor que sólo los hombres podemos describir. Al incorporarse, miró alrededor para ver qué había pasado y detectó un olor repugnante y algo pastoso y marrón en la acera. Había resbalado con una gran cagada perruna. Estuvo diez minutos en el césped de delante de su edificio limpiando la suela de su zapato.

Al fin pudo continuar su trayecto. Esa mañana nadie ni nada le impediría hacer lo que tenía pensado.

Caminó calle abajo y encontró la acera llena de vallas y obreros levantando los adoquines. Tuvo que saltar un par de socavones, meterse en un par de charcos y pasar por debajo de una escalera. No le importó. No creía en las supersticiones.

Cruzó la calle en dirección a un callejón y casi le atropella un coche eléctrico. No lo oyó venir. Después de unos cuantos insultos y gestos obscenos se encontró dentro de esa oscura zona de su barrio. Allí había quedado con un colega que tenía un amigo que conocía a otro amigo que vendía todo tipo de cosas. Mientras lo esperaba vio como un gato negro se paseaba con parsimonia por delante de él. No le importó. No era supersticioso.

El colega del amigo del otro amigo llegó veinte minutos tarde. En esos minutos tuvo que sacarse de encima a un par de vagabundos borrachos y patear varias ratas que lo atacaron con extremada violencia.

El vendedor de todo tipo de cosas sacó lo que Iván buscaba y le cobró una buena pasta. Esa pistola era ideal para lo que nada ni nadie le impediría hacer.

Su objetivo era la cafetería de la esquina. Iván necesitaba el dinero para poder comprar los medicamentos tan caros que la enfermedad de su hermana demandaba. En casa el dinero se había acabado y esa era la última opción que le quedaba. Estaba desesperado. Con algún atraco por aquí y algún robo por allá, sería capaz de ayudar un poco.

Salió del callejón y a punto estuvo de pisar otra cagada de perro. La esquivó por los pelos de un salto, con tan mala suerte que al girarse se comió una señal de “prohibido aparcar”. Una gota de sangre le cayó de la nariz. Ya tenía dos hermosas heridas en el rostro. Pasados varios minutos y después de tirar varios pañuelos de papel ensangrentados a la papelera, miró hacia la cafetería de la esquina y se encaminó decidido.

Se paró cerca de una ventana y miró al interior. Era hora punta, la cafetería estaba a tope. La señora María, conocida en el barrio de toda la vida, atendía a los clientes un poco estresada. Seguro que había una buena cantidad de dinero en la caja. Era su oportunidad.

Se enfundó la capucha de su sudadera y entró. O casi, porque la puerta de la que tiró no se movió y su cabeza fue a parar contra el cristal, justo en la brecha de su frente. Vio las estrellas y le parecieron muy bonitas. Cuando recuperó la consciencia estaba tirado en la acera y la gente que pasaba por su lado le miraba como si de un drogata se tratara. Se levantó, masajeó su frente y, ahora sí, entró en la cafetería.

Se acercó a la barra todo lo que pudo, los clientes ocupaban todo el local. Uno de ellos chocó contra él y le tiró el café por encima. Su mano derecha, con la que iba a empuñar el arma, se le abrasó por completo. Estuvo varios minutos sollozando y maldiciendo su suerte. Se cambió la pistola de mano y gritó hacia la señora María sacando la pistola a relucir.

— Esto es un atraco. Dame todo el dinero de la caja o te mato.

— Anda chaval, déjate de idioteces. Para atracos estoy yo ahora.

— Lo digo en serio. Quiero ahora mismo todo el dinero.

— ¿Tú has visto cómo está la cafetería? Los clientes no pueden esperar.

— No juegues conmigo señora María. Te lo digo en serio.

— Ni en serio ni leches. Deja la pistola ahora mismo, coge ese delantal de ahí y ayúdame a servir los cafés. Luego ya hablaremos de atracos y de lo que quieras.

— ¿Me tomas el pelo? Voy armado y exijo el dinero de la caja. ¡Ya!

— ¿Cuántos cafés tengo en la mano?

—¿Qué?

— Te lo repito. ¿Cuántos cafés tengo en la mano? ¿Eres sordo o qué?

— Claro que no soy sordo. Tienes dos.

— ¿Y cuántos hay en la barra?

— Eh, cuatro.

— Pues ponte el jodido delantal y a servir mesas. Después hablaremos de lo que quieras.

Un desconcertado Iván miró a su alrededor. Nadie le hacía el más mínimo caso. Guardó su pistola al sentirse de lo más ridículo y fue a coger el delantal que le ofrecía la señora María.

Estuvo dos horas ayudando en la cafetería. Sirvió toda clase de desayunos, desparramó por el suelo tres tipos de cafés diferentes, cayó de bruces dos veces más a causa de tropezones varios con los clientes, la fregona y él se hicieron íntimos y aprendió a usar la cafetera en un tiempo récord, no sin varios buenos tirones de orejas por parte de la señora María.

Al mediodía, cuando el último cliente salió de la cafetería, hizo ademán de sentarse en un taburete. No acertó y su culo rebotó en el sucio suelo de la cafetería. Se levantó agotado y cogió una silla. Suspiró de cansancio. Había sido una mañana de lo más extraña. Ni se acordaba de por qué estaba ahí sentado resoplando como si hubiera corrido una maratón.

La señora María se sentó a su lado.

— Buen trabajo, Iván. Menos mal que me has ayudado. Si no llega a ser por ti los clientes se hubieran ido muy disgustados.

De repente todo le vino a la cabeza. Clientes, cafetería, almuerzos, dinero, más dinero, medicamentos caros, su hermanita. Todo.

— ¿Por qué no has llamado a la policía? — Dijo Iván cabizbajo. —¿Cómo sabes mi nombre?

— Nada más entrar por la puerta te he reconocido. Llevo en este barrio toda la vida y conozco a todo el mundo. Aunque no hayas entrado nunca a desayunar, sé quién eres y sé lo mal que lo está pasando tu familia. También conozco tu historia. Todo el mundo en el barrio sabe lo buen estudiante y trabajador que eres. Lo que ayudas a todo el mundo cuando se te necesita. No podía permitir que un error por una situación desesperada acabara con el prometedor futuro que se abre ante ti.

— Lo que he intentado hacer no tiene perdón. Podría haber hecho daño a alguien sin querer.

— No te preocupes por eso. Todo ha salido bien. Ahora quiero que me escuches con atención y valores lo que te voy a proponer. ¿De acuerdo?

— Si, señora María.

— Te voy a dejar que trabajes para mí en tus ratos libres. Me ayudarás siempre que tengas ocasión. No cobrarás nada por tu trabajo pero me haré cargo del coste de los medicamentos para tu hermana. A cambio, seguirás estudiando como hasta ahora y el año que viene accederás a la universidad como tenías previsto. ¿Qué te parece?

— Es mucho más de lo que merezco, señora. Pero acepto. Trabajaré para ti siempre que pueda. No te arrepentiras.

— Buen chico. Piensa en esto. Con tus estudios y el futuro prometedor que te espera, seguro que podrás cuidar bien de toda tu familia. Si hoy llego a llamar a la policía y te hubieran detenido. ¿Qué le hubiera pasado a los que más quieres?

La señora María se levantó dejando a Iván con sus reflexiones.

— Por cierto, no te vayas sin fregar el suelo y colocar bien las mesas.

— Claro, ahora me pongo.

Al cabo de una hora más de ardua limpieza, de varias fregonas rotas, de usar lavavajillas en vez de fregasuelos y de otros dos buenos cabezazos contra el suelo, Iván salió de la cafetería y se dirigió a su casa. Aquella mañana no la olvidaría en su vida. Lo que parecía una medida desesperada se convirtió en una de las cosas más maravillosas que le habían pasado en la vida.

De repente cayó de bruces al suelo. Se vio tumbado en medio de la calle mirando hacia al cielo gris de esa triste mañana de martes 13. Sin embargo, el cielo había cambiado a un azul radiante, los pájaros cantaban y los niños reían mientras jugaban por la calle.

Su hermanita tenía un buen futuro por delante, él seguiría estudiando y su familia no pasaría más penurias.

Lástima que esa cagada de perro que acababa de pisar y que le había tirado al suelo le hubiera ensuciado toda la ropa.

No le importó, pisar mierda traía buena suerte. Había ganado la copa del mundo de los supersticiosos.

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Jordi Rocandio Clua
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